lunes, 7 de diciembre de 2009

Reunión con el Azul.


Decidí dar un pequeño paseo, un paseo que me despejara, donde pudiera sentir los rayos del sol, la brisa del mar, a los niños quejarse a sus padres, y a las marujas chismorrear con no muy buenas intenciones. Por primera vez en mucho tiempo quería sentir el placer del lugar, el placer de sentir por sentir.

Desde que estoy en Granada siento eso a lo que muchos llaman raíces, el echar de menos ese lugar donde creciste. E igual que puedo decir que amo aquel lugar, lo odio al mismo tiempo. Adoro sus calles y a sus gentes y a la vez me asquean. Pero por primera vez en mucho tiempo, no he sentido ese asco, ese sentimiento de desprecio. Pero también me he dado cuenta de que el ser humano no tiene raíces, sino recuerdos, recuerdos que se desvanecen en el mundo físico y que como mucho pueden permanecer en mi memoria hasta que yo quiera.



Mientras paseaba por sus paseos, calles y plazas, sentía como el recuerdo quería saltar y cobrar forma. Pero no podía hacerlo, no en toda su plenitud porque son tantas cosas las que han cambiado. Incluso en unos míseros meses en la capital, a no más de hora y media, hay lugares que ya no son los mismos. En esos momentos, ha sido en esos momentos donde la nostalgia ha cogido mi corazón en un puño, pero no lo ha asfixiado, sorprendentemente lo ha acariciado, lo ha mimado, porque -tal y como he mencionado antes- los recuerdos deben ser para uno mismo y no para el mundo real.

Es cierto que de lo nuevo podemos hablar de males, pero eso sería entrar en política, y es lo que más asqueo de mi querido y odiado pueblo, así que dejémoslo en este triste párrafo.

He vuelto a pisar la arena de sus playas, una arena que en invierno suena diferente, una arena que en invierno parece desear la quietud tras meses atareados del verano. He vuelto a escuchar al mar y sus susurros cuando intentan quedarse en tierra. He vuelto a olerla mientras escuchaba el cantar de las gaviotas que se agolpaban en la costa observando la plenitud azul.

He vuelto a pisar las viejas calles, esas sinuosas, estrechas y entramadas. He vuelto a ver los muros del castillo que se encuentra allí arriba, vigilante, junto a los tres peñones. He vuelto a disfrutar del olor que desprende esas casas de calles antiguas cuando pasas a la hora de comer. Sí, comida de hoya y cazuela.


Pero por mucho que haya vuelto a pisar, no es lo mismo, es diferente el sentir, es diferente la realidad. Revisando una y otra vez las pocas fotos que me he puesto a sacar como un tonto, ha sido cuando me he dado cuenta. En realidad sí que hay algo que no ha cambiado nada a pesar del pasar de los años. Algo que es igual, que hace el mismo ruido, que me deja atónito y que nunca le he dado importancia. La MAR.

Azul, con sus sonidos de las olas, con sus bailarinas aéreas particulares. Un mar que aunque todos disfrutan en verano, yo suelo puedo disfrutarla enteramente en invierno, cuando no hay nadie, cuando sólo estas tu y el Gran Azul acariciando los cielos.



Hoy me he vuelto a reunir con él, con el Azul, con la mar. Y me he dado cuenta de que es lo único de lo que estoy seguro perdurará en el tiempo, lo único que hará que mis recuerdos cobren vida en toda su totalidad sin entristecerme. Yo, que tanto la he maltratado la vuelvo amar, una nueva odiada y amada. Una nueva amante para mis sentidos, para mi poco intelecto. Y así quiero acabar, dejando aunque sea una falsa experiencia de lo que yo puedo vivir de verdad.














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